My first world problems

Soy casi feliz.

Y podría serlo plenamente si no fuera porque los que gobiernan el país donde nací me han obligado al exilio, además de relativizar mi destierro calificándome de aventurera; si el cincuenta y dos por ciento de los habitantes de esta isla que ya no quiere ser Europa, que es mi país adoptivo, no me repudiase; si los atentados terroristas cada vez más frecuentes, donde mueren miles de personas a lo largo y ancho del planeta, no se utilizasen como excusa para demonizar a los países musulmanes; si no llorásemos solo a las víctimas del norte y los del norte no levantásemos muros físicos o invisibles a los que huyen del horror, fomentando un odio que crece exponencial; si no me sobrecogiese ver sucesos espeluznantes, a veces a tiempo real, como cuando doscientos civiles desarmados sacrificaron sus vidas contra el ejército turco por obedecer al diabólico Erdoğan; si no fuera porque los posts solidarios de Facebook establecen categorías de víctimas, haciendo tangible nuestra ignorancia, pues aunque denunciemos la guerra en Siria olvidamos muchas otras, como la de Yemen.

A veces las circunstancias duelen demasiado como para autoproclamarme feliz y me aturrullan mis propias frustraciones y tantas desgracias ajenas.  Pero nadie muere de frustración ni de compasión severa, así que modero mis aflicciones y quejas.

Me quito la obscena toga de mártir. Al fin y al cabo, soy casi feliz.

Aurora

Sobrecogida, Bulunga mira el enorme resplandor de fuego verde que acaba de aparecer en el cielo, cruzándolo de oeste a este. Una dilatada franja de luz serpentea lentamente con pequeñas llamaradas aquí y allá cada vez más intensas. Las rodillas de Bulunga, que se ha detenido y ahora contiene la respiración, se doblan sin que ella misma se dé ni cuenta, y cae sentada en el camino de tierra entre las plantas de tabaco. Tiembla entre el terror y la fascinación, pensando que el fuego debe de ser un dios que viene a pedirle cuentas, furioso por sus constantes plegarias de libertad. «Si esto es el final, espéralo aquí sentada al fresco, mami», se dice a sí misma mientras le castañetean los dientes sin control.

Debe de hacer casi veinte años que Bulunga llegó a Cuba en un barco de esclavos, entonces todavía dentro del vientre de su madre primeriza, a quien no le había extrañado sentir náuseas constantes durante el viaje entre la pestilencia de los cuerpos amontonados, algunos vivos, otros no; con la mayoría de los vivos, mareados por las olas y vomitando sin parar. Bulunga nació en 1840, en el barracón de esclavos de una plantación de tabaco cercana a Guantánamo y tuvo que aprender a cuidar de sí misma desde muy pequeña, pues su madre murió dando a luz al cuarto hijo bastardo de su señor cuando ella solo tenía ocho años. Ya entonces, Bulunga era la más fuerte de todos los niños de la hacienda y también la más valiente. Su madre, hija del líder espiritual de una aldea al sur de Senegal, siempre le había hablado de la fuerza titánica de los fetiches y, antes de morir, le había enseñado todos los secretos ancestrales y cada uno de los ritos que conocía para hablar con los dioses.

Ya ha anochecido por completo y las llamas ahora se tiñen de vivos rojos y azules, a veces verdes de nuevo, y reptan cada vez más gigantescas entre las estrellas. Bulunga le habla al amuleto que cuelga de su cuello, un atadillo de plumas de faisán y otras cosas entre sus dedos sudorosos, al que tantas veces le ha rogado que le dé un par de alas para volar libre. Lo besa y le pide perdón mil veces por haber sido tan exigente mientras se estremece de miedo y solloza.

Cuando tenía doce años, Bulunga le plantó cara a su señor por primera vez un día en que éste, al pasar por su lado, le agarró los pechos que ya le empezaban a sobresalir del cuerpo. Su rebeldía le costó veinte latigazos, una semana sin comer y, por supuesto, yacer bajo el cuerpo blanco y enorme de su dueño. En los días que siguieron, ella se lamió las heridas con calma y emprendió un plan con la determinación de quien sabe que vencerá, rezándole al fetiche cada noche, pidiéndole justicia y exigiendo venganza. Desde entonces Bulunga supo que los dioses estaban de su lado y la acompañaban en sus desdichas, ya que su señor murió repentinamente unos días después y a ella, convencidos todos de que estaba maldita, la vendieron a otra plantación cercana.  Matar a un esclavo era un gasto inútil, era mucho mejor sacarle unos cuantos pesos. Al fin y al cabo, era una ejemplar joven y fuerte, valía tanto para el campo como para la cama.

Bulunga ha estado tan absorta mirando las luces del cielo que no ha oído los pasos que vienen por el camino y ahora el peligro es otro, y mucho más inminente. Nunca deja que la oscuridad la atrape de camino al barracón, pero hoy la noche y sus misterios la han retenido entre las plantas de tabaco. Varias decenas de antorchas vienen rápido en su dirección y ella se levanta de un salto como un gato, pero ya la han visto y es inútil correr; oye sonidos metálicos y sabe que vienen armados. Varios individuos, cuyos rostros no ve en las sombras, se detienen junto a ella y discuten en susurros. Bulunga oye entre ellos algunas voces de mujer. De pronto, alguien se le acerca y ella recula.

–¿Y tú qué haces aquí? ¿Es que no sabes que los señores cazan muchachas por las noches en los campos? –le pregunta. Es una mujer negra y va uniformada.

Bulunga no contesta y la mira desafiante mientras agarra con fuerza el fetiche.

–¿Tienes hijos?

–No –contesta ella rabiosa.

–Entonces te vienes con nosotros –concluye, mientras la agarra del brazo y tira de ella. Bulunga se zafa como una fiera y la mujer le espeta– ¿Qué pasa? ¿Prefieres quedarte aquí con tu señor? Nosotros no tenemos señor, nosotros luchamos contra los señores y contra la reina. Queremos nuestra Cuba libre de tiranos. Pero si te quieres quedar a parir a hijos esclavos, tú misma.

Bulunga poco sabe de la reina, pero sí que sabe de señores, de barracones, de latigazos y de hambre. Mira hacia arriba y las luces la retan violentas desde el cielo. Los dioses han oído sus plegarias y le ofrecen dos caminos. Ella escoge la lucha y sale corriendo tras la mujer que, aunque sigue a sus compañeros, se ha quedado rezagada como haciendo tiempo.

–¿Cómo te llamas? –le pregunta. –Yo soy Bulunga.

La mujer le contesta.

–Soy la oficial Aurora Bores.


Nota aclaratoria

El 1 y el 2 de Septiembre de 1859, la tormenta solar más potente registrada en la historia afectó a la mayor parte del planeta. Las líneas telegráficas de los Estados Unidos y el Reino Unido quedaron inutilizadas, y se provocaron cortes de luz e incendios en todo el mundo. Además, una impresionante aurora boreal, fenómeno que normalmente solo puede observarse desde las regiones árticas, pudo verse en lugares tan alejados entre sí como Roma, La Habana o Madrid.

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By Kristian Pikner (Own work) [CC BY-SA 4.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0) ], via Wikimedia Commons.

Tres cosmos

Mi hogar tiene dos cosmos inmensurables. Ambos claman su existencia, se desgañitan, palpitan, me taladran –a veces–, mas caminan a mi lado.

Rectifico. Mi hogar tiene tres cosmos; me olvidé del más escandaloso, mi voz.

La calma solo se oye a veces, durante cinco segundos y, de nuevo, la algarabía del universo entero regresa.

El silencio está sobrevalorado, pienso casi todo el rato. La individualidad de quien crea falta a veces, eso sí. Es el precio de caminar junto a estos dos cosmos, sin los cuáles el equilibrio de la vida es improbable.

Sin los cuáles, «caminar» sería un triste «arrastrar los pies».

Eritrofobia

Padezco un mal incurable que me escarnece y mortifica cada día. Una letra escarlata constante en mi fachada, que aparece y se esfuma a su antojo, sin que yo controle el más mínimo de sus vaivenes. Un mal que no está tan mal, si lo pienso bien. Pero es mi tragedia cotidiana y eso le otorga la importancia que yo le quiera dar –probablemente no la que se merece, pero eso, por supuesto, es intrascendente.

Me llamo Pannonique y me ruborizo a menudo. Profusamente, como un tomate incandescente a punto de explotar. Hola Pannonique.

Me sonrojo cuando hablo en público, cuando me piropean, cuando me gusta alguien, cuando le gusto a alguien, cuando soy el foco de atención, cuando me enfado, cuando cometo un error grave, cuando alguien me comenta un error que he cometido –aunque no sea grave–, cuando recuerdo algo que me avergonzó hace 17 años, cuando alguien me dice que me estoy sonrojando, cuando miento, cuando pienso que me voy a ruborizar, cuando pienso en el sexo, cuando lo tengo –aunque ese es el único momento en que no me importa sonrojarme, igual debería tener sexo todo el tiempo–.

Hace años alguien me dijo que mis rubores espontáneos se curarían con la edad pero, ya avanzados los treinta, he de empezar a asumir que algún día seré una anciana que se pondrá como un tomate cuando hable a un grupo de personas, especialmente si me siento atraída por alguna de ellas. O sea, que todos los individuos por quienes me sienta atraída –y eso tampoco se controla­– se darán cuenta de ello y me pensará vieja verde. Si la fortuna está de mi parte, pensarán que la menopausia me está jugando una mala pasada. Y aquí y ahora, delante del ordenador, solamente imaginándome tal situación, noto mi cara arder.

Mis rubores son tan prolíficos como solidarios, pues en muchas ocasiones me sonrojo solo por vergüenza ajena. Wikipedia cuenta 7.376.471.981 habitantes en el mundo a día de hoy, demasiados como para soportar las expresiones cutáneas de mi solidaridad.

Creo que la única solución a mi padecer es mudarme fuera de este orbe. Y eso haré. He encontrado un programa de fuga de la realidad fantástico –en todos los sentidos de tal calificativo–. Me marcho al planeta rojo, probablemente el lugar donde debería haber nacido. Me llamo Pannonique y a partir de ahora mis rubores se confundirán con la luz roja de Marte. Adiós Pannonique.

From Pixabay
‘Mars’ From Pixabay

Estrabismo de pollo con salsa de ligoteo creepy

–Hola, quería por favor una hamburguesa de pollo con patatas fritas, para llevar.

–¿Perdone? –con cara de no comprender.

–Le decía que si por favor me pone una hamburguesa de pollo con patatas, para llevar. –repetí tratando de articular bien las palabras.

Su mirada estrábica permanecía fija en mí, su boca entreabierta, sin enunciar palabra alguna; y por un momento no supe si eso significaba que aquel ser tras la barra seguía sin entender o si tenía algún tipo de deficiencia cognitiva.

–Una hamburguesa de pollo con patatas, para llevar –me aventuré a repetir vocalizando ya exageradamente. El hombre dio un respingo, como saliendo de su ensimismamiento.

–OK –dijo alterado. –Una hamburguesa.

–De pollo –completé yo.

–De pollo –repitió él –Si compras el menú vienen las patatas incluidas. ¿Quieres patatas? –Dijo entremezclando algunas sílabas.

–Sí. Con patatas. Por favor –ratifiqué conteniendo el aliento–.

–OK, honey –dijo mientras asentía con una media sonrisa, y por un instante su mirada desacompasada pareció posarse en mi boca, en mis tetas o en todas a la vez; o quizá solo vagaba perdida mientras aquel sujeto asimilaba la información recibida.

Por fin desapareció tras la puerta de la cocina y yo, aliviada, saqué el móvil de la mochila y traté de concentrarme en la pantalla. Al poco, el tipo apareció de nuevo tras la barra y mientras preparaba las patatas, tomándose su tiempo, se lanzó a lo que ya claramente pareció un intento de ligoteo descarado.

–¿Vives cerca de aquí?

–Sí –dije tardando en contestar.

–¿Dónde?

–Cerca.

–Pero cerca, ¿Dónde? –insistió riendo –No voy a ir a tu casa, no te asustes. ¿Comprendes? –el hombrecillo reía mientras gesticulaba lo que parecía un signo de doble sentido con los dedos grasientos, o vete tú a saber qué. De repente sentí como una náusea escalaba mi esófago al pensar que esos dedos habían preparado mi hamburguesa.

Yo, muy seria y, por supuesto, terriblemente incómoda llegados a este punto, le pregunté cuánto era mientras le tendía un billete, tratando de abreviar. Y de nuevo el tipo se quedó mirándome como si estuviera en stand-by, por unos segundos.

–¡Oiga! ¡Que cuánto es! –ya perdiendo la paciencia por completo y maldiciendo el momento en que decidí entrar en aquel Fish & Chips. El tipo, por fin percibiendo mi inquietud, comenzó a aligerar. Cogió el billete y me tendió una bolsa.

Huí en cuanto me dio el cambio y, nada más salir, dejé la bolsa en el primer contenedor que encontré. Hamburguesa de pollo creepy style, con doble de babas y un toque de idiotez supina. Capaz de intoxicar a cualquier urban fox.

(Basado en hechos reales. En serio)

Madrugada lúcida

Tengo años vividos a la espalda, que duele a veces, se curva y cruje; pero, por suerte, aguanta.

Tengo resquicios de melancolía en el tuétano de mis huesos. Y es que la vida a veces duele, pero descubrí que vale la pena vivirla.

Llevo dolores, carencias y fatalidades en la talega, combatidos con la fuerza de quien aprendió a vivir, pues tuve la suerte de descender de un superviviente que me enseñó a caminar siempre en dirección opuesta a la derrota.

Soy vástago de la buena vida. A veces soy nada y otras, soy mucho; depende de quien me mente.

Y tengo suerte de estar en boca de quien me quiere. Aunque sé que lo merezco, no soy más que los que huyen de sus tierras y buscan cobijo donde no se les quiere.

Una idea me golpeó en los belfos esta madrugada: tengo suerte.

Y qué fortuna saberlo.

Fragmento de mi diario de viajes: África sin metrónomo

Fromager
“Fromager” is licensed under CC BY 4.0 by Pannonique.

Aquí en África, la gente dice que nosotros «los del norte» tenemos los relojes, pero ellos tienen el tiempo. Y creo que por fin he conseguido entenderlo. Los habitantes al sur de Europa cuentan con la paciencia que no tenemos los seres grises del mundo de Momo de Michael Ende; la serenidad para lidiar con la incertidumbre de no saber si se alcanzará el objetivo de cada día, ya sea llegar en piragua a algún lugar, recargar la tarjeta del móvil o comprar el pan. Ellos tienen la paciencia para batallar los infortunios diarios, grandes, medianos o pequeños, y el tiempo para poner los reveses del derecho. En África el miedo al fracaso no existe, ni el orgullo frustrado; solo existe el intento, valiente, estoico.

Y yo ya no quiero más relojes. Yo quiero el tiempo, como clama la canción de Bebe y Carlos Jean. Quiero el tiempo y la ausencia de expectativas ridículas y pretensiones. Quiero asomarme a la sonrisa de estos niños que no lloran ni se quejan, que te piden bolígrafos en vez de dinero y juguetes; cuyos ojos muestran una sabiduría que yo no he alcanzado en más de 30 años de vida. Quiero, como ellos, saber diferenciar qué es lo importante en la vida, y no penar por razones superfluas. Quiero abandonar el ansia de llegar a ser, en estas tierras rojas, y ser solo Pannonique, que ya soy bastante. Y sobre todo, recordar cada día que lo único que realmente importa es la diferencia entre la vida y la muerte.


La luz era diferente allí, como más rabiosa y reveladora. Desde el norte, bajo una luz difusa y gris, añoro los días infinitos de África y cuento las horas para volver a la eternidad sin constricciones del sur.

Maisie y el soplamocos real

Maisie Gregory se levantó el jueves muy temprano para conocer a la reina Isabel II. A sus seis años de edad, sería la encargada de darle a la monarca de todos los Reinos de la Mancomunidad de Naciones, un ramo de flores en el desfile del Royal Welsh Regiment. Imagino a papá y a mamá Gregory explicándole a la pequeña durante semanas lo importante que sería ese momento en su vida, diciéndole que siempre podría contar en el futuro a todo el mundo que un día contribuyó a hacer más feliz a la reina con sus graciosas reverencias. «¡Vas a salir en la tele, Maisie! Y vas a estar tan guapa…»

El día del evento, la ataviaron con el traje tradicional galés: vestido rojo, delantal blanco y sombrerito negro. Estaba hecha una monada; seguro que algo nerviosa, pero emocionada y dispuesta a hacerlo genial. Y realmente lo hizo bien.

Entonces, ¿Qué falló? ¿Por qué se llevó un sopapo colosal? Lancemos hipótesis:

1) La persona encargada de situar a todos los presentes en el recorrido protocolar de la reina, cometió un error de cálculo y colocó a Maisie unos veinte centímetros más al frente y a la izquierda de dónde debería haber estado, para así haber podido evitar la galleta que dejó a la pequeña sin sombrero.

2) Dicha persona a cargo de colocar al personal situó a Maisie en el lugar correcto. Fue el soldado el que se movió hacia la derecha olvidándose de su diminuta compañera de show. Al fin y al cabo, la pequeña Maisie ocupaba poco y el militar pudo subestimar el espacio requerido para hacer el energético saludo a la reina. O quizá fue Maisie quien se movió distraída mientras ensayaba la genuflexión antes de que llegase Isabel II. «Pie izquierdo atrás y me agarro el vestido… no demasiado arriba, que me ha dicho mamá que no enseñe las bragas… pie atrás… ¿Cuál es el izquierdo?»

3) Fue una performance realizada por un artista anónimo, el cual sobornó a la persona encargada de colocar al personal para que situara a la inocente y dulce Maisie al alcance del guantazo. El propósito de la acción poética era demostrar al mundo la violencia que la realeza aún ejerce sobre el pueblo. Qué mejor sujeto que una niña de seis años para ejemplarizar metafóricamente la indefensión de la ciudadanía ante el poder real. De hecho, nadie movió un dedo para consolar a la pequeña Maisie y, por lo tanto, la continuación incuestionable del protocolo materializó gráficamente la indiferencia monárquica hacia su pueblo, y el aborregamiento del mismo.

4) A la reina no le gustaron las flores y ordenó el sopapo al soldado con una mirada de soslayo. Esta hipótesis sin duda es la más arriesgada de todas hasta el momento, pero si estuviéramos en Juego de Tronos y, en lugar de Isabel II fuese Cersei la protagonista del evento, no nos sorprenderíamos lo más mínimo.

5) Un republicano infiltrado, preocupado por la educación extremadamente monárquica que Maisie y muchos niños británicos reciben, sobornó al soldado para que aplicase el condicionamiento neo-pavloviano tan bien ilustrado en Un Mundo Feliz de Aldous Huxley. «Niña, ¿Ves a la reina? ¿Te gusta?» –soplamocos– «Ahora ya la odias, ¿Verdad?»

Sea por la razón que sea, Maisie se llevó una bofetada muy real el pasado jueves; una que no olvidará jamás. Espero, al menos, que de este desafortunado incidente, la pequeña haya aprendido algo más que a reverenciar.

Sobre Moloncia de los Caminos

Fuente: http://www.oldbike.eu/

No tengo piernas, tengo dos ruedas. Dos ruedas y un cuadro, con frenos y marchas, con portaequipaje y sin cesta –no me gustan las cestas, te hacen ir despacio–. Es una híbrida y se llama Moloncia de los Caminos.

Adoro a mi bici, mi fiel compañera y lo más esencial que poseo. Admito que, cuando me inicié como ciclista urbana, fue por la misma razón por la que lo hacemos muchos de los que vivimos en esta ciudad, porque no podía permitirme pagar el escandalosamente caro transporte londinense. Es una paradoja –o más bien una realidad funesta– que una no se pueda permitir pagar el transporte para ir a trabajar, es decir, para ir a ganar el dinero con el que pagas el transporte, entre otras cosas. Pero lo cierto es que, por aquellas fechas, tenía que elegir entre coger el metro o comer tres veces al día. Así que elegí lo segundo. También adoro comer, así que fue una decisión fácil.

Entonces, mi forma física era bastante penosa y fue muy duro al principio, no lo voy a negar. Me asustaba mucho cuando otros vehículos me adelantaban, sobre todo los autobuses, los camiones y, por supuesto, los taxis –archienemigos del ciclista por antonomasia–. Cada día sufría agujetas y calambres, y siempre tenía las piernas cubiertas de cardenales, de golpearme contra los pedales por mi torpeza de principiante. Pero, poco a poco, fui aprendiendo a que se respetase mi espacio en la carretera, a circular segura, a prever los posibles peligros y, por encima de todo, a disfrutar de ello. A día de hoy, un velocímetro mide mis progresos que después anoto en una tabla y comparo. Oficialmente, soy ciclista por vocación.

El ciclismo me ha ayudado a conectar con una parte muy primitiva de mí misma, a confiar en mi instinto y en mi cuerpo. Me siento más libre y autónoma, ágil como un gato, ¡Invencible! Ya… Ya lo sé… Invencible no soy. Soy muy consciente de formar parte de los usuarios más vulnerables de la carretera, pero yo me siento poderosa y fuerte cuando corro veloz con Moloncia. Si tengo un día malo y me quedo sin fuerzas, siempre las recupero cuando voy en mi bici de regreso a casa. Y lo que es más, considero que elegir la bicicleta a cualquier otro medio de transporte es una actitud política, una mucho más responsable con el medioambiente, infinitamente más sostenible y, por supuesto, una herramienta muy efectiva de empoderamiento e inclusión social.

Ahora, y solo gracias a Moloncia, no como tres veces al día, sino cinco; y no solo porque tengo más presupuesto para alimentarme, sino por el hambre insaciable que da pedalear todo el día. La vida es bella sobre una bicicleta.