Inspirado en el poema 15 de Veinte canciones de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda.
Inspirado en el poema 15 de Veinte canciones de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda.
Se podría decir que el cura del barrio era un tipo muy moderno. Antes de entrar en el seminario, había estudiado historia del arte y cada tarde se dejaba ver en el café literario, debatiendo con las máximas autoridades locales de la cultura sobre arquitectura deconstructivista, ideas estéticas kantianas o la escuela Bauhaus. Incluso se decía que, en alguna ocasión, había animado a sus fieles a cantar al son de una pieza dodecafonista durante la comunión; lo cual, por supuesto, no acabó muy bien. Así que el día en que se enteró de que la diócesis le concedía un presupuesto más que generoso, para la reforma de la fachada de la iglesia a su gusto y criterio, fue el más feliz de su vida.
Exultante, lanzó un concurso de ideas para diseñar la nueva portada, al que se presentaron cuatro proyectos y optó, por supuesto, por el más innovador estéticamente. Arturo De la Torre fue el elegido, un aclamado arquitecto organicista amante de las formas bulbosas. Quedaron descartadas así tres arquitectas que presentaron proyectos de apariencia moderna, perfectamente funcionales y mucho más económicos. Sobra decir que ninguna de las tres se había hecho con un nombre a nivel local aún y, además, el cura pensó que se entendería mucho mejor con otro hombre, con quien no tendría ninguna tentación carnal.
Los dibujos de De la Torre mostraban una fachada compuesta por cuatro partes vestibulares bulbosas y simétricas, dos a cada lado de la puerta de entrada circular y, en el centro, una torrecilla en forma de pólipo con capuchón, vencida hacia abajo, como si el peso la hubiera hecho doblarse. En lo alto de la torrecilla había una cruz flechada apuntando hacia abajo y del capuchón colgaba la campana.
Lo que no sospechaba el cura era que el proyecto elegido era un plan perverso con el que el arquitecto, que era ateo, pretendía burlarse de la iglesia. La portada estaba diseñada a propósito para recrear la figura de un alien, con una cabeza que hacía las veces de torre y cuatro patas, entre las cuales entrarían los fieles a misa los domingos. Por esa razón, la piedra había de ser gris, tal como la cultura popular recreaba a los extraterrestres.
De la Torre, que era un hombre muy ocupado, confió el desarrollo del proyecto al cura, convencido de que la confianza ciega de éste en su reputación, llevaría su plan a la realidad a rajatabla. El cura, por tanto, lidió con la contratación de los albañiles, el jefe de obra, la instalación del andamiaje y la búsqueda de los materiales. Fue entonces cuando el cura, al haber gastado una parte tan desproporcionada del presupuesto en el diseño del edificio, no pudo más que optar por los servicios y materiales más económicos a su disposición. Así que no le quedó más remedio que comprar un mármol rosa local, en lugar de la piedra gris de importación que el arquitecto había proyectado. «El rosa es un color femenino, acogedor y dulce» se dijo, «funcionará a la perfección para hacer que los fieles se sientan bienvenidos a la casa de dios».
Fue así como la iglesia del barrio acabó referida en un volumen de arquitectura como la primera iglesia feminista de la historia, por su clara semejanza a un gran clítoris, de esos que aparecen en los manuales de anatomía modernos. Dicen que las mujeres del barrio parecen desde entonces más felices y satisfechas, pues cada vez que suena la campana que cuelga del capuchón de la torre, ellas sienten un cosquilleo de lo más placentero en la entrepierna. Y a decir verdad, ahora la salida de misa de los fieles cada domingo, es lo más parecida a verlos nacer otra vez, puros, inocentes, limpios de todo pecado, atravesando una vagina de vuelta al mundo.
Tengo 12 años, pero ya soy una mujer oficialmente –o eso me han dicho–. De hecho lo era ya antes de cumplir los 10, antes incluso de hacer la primera comunión. Entonces, mi madre y mi abuela me llevaron a Madrid a comprarme un vestido y de milagro no encontramos talla. Tuvo que ser la más grande que tenían en la tienda, para albergar un cuerpo que maduraba mucho más rápido que yo misma. Un cuerpo que amenazaba con traerme problemas, anticipados en los desvelos de mi madre, evidentes en las miradas y en los comentarios de algunos hombres. Pechos que salieron de un día para otro, caderas que provocaban estrías al ensanchar veloces, piernas largas y demasiado delgadas pues no podía comer tanto ni tan rápido como crecían mis miembros; hormonas usurpando mi niñez, retando a mi inocencia que además siempre fue excesiva. Y el bicho verde emponzoñando los oídos de las otras niñas, haciéndose hueco estratégicamente sobre sus hombros. Yo no sabía nada entonces, pero mi abuela me decía «la suerte de la fea, la bonita la desea». Y ella, que fue una mujer hermosa, sabía muy bien de lo que hablaba.
Mi mejor amiga me ha convocado a una reunión de estado en su casa esta tarde. Tengo que ir a las 7. Antes no, pues ellas han de deliberar primero. «No vengas antes» insiste muy seria por teléfono, y yo tengo la sensación de ir a enfrentarme a un juicio popular donde se decidirá algo de capital importancia. Acudo sola a la hora indicada, bastante asustada, tratando de recordar ese acto terrible que debo haber cometido para provocar semejante movilización civil, tan calculadamente organizada. Me hacen pasar a la habitación de atrás, a través del patio, donde he pasado infinitas tardes jugando con mi mejor amiga a las muñecas desde los 5 años. Y allí están todas muy serias, busco miradas cómplices pero todos los ojos están fijos en el suelo, claramente evitando los míos. El juicio comienza.
Al empezar la sesión se declaran los oficiantes: el bicho verde será el fiscal, mi mejor amiga la portavoz y el resto de mis amigas el jurado. Yo soy la acusada en el estrado y nadie me acompaña, no se concede defensa alguna a la imputada. El bicho verde, sentado sobre el hombro de mi mejor amiga, relata los hechos. La acusada es culpable de ser la más atractiva entre sus amigas. A continuación, se enumeran los defectos de todas las presentes sin ahorrar detalles: dos están rellenitas, una tiene aparato en los dientes, otra es demasiado delgada, una es muy baja y parece muy pequeña, y las otras dos… bueno, las otras dos son normales. Como nadie contradice a la portavoz, yo asumo que el jurado está de acuerdo con lo expuesto. Prosigue la descripción de los hechos mientras el bicho verde bailotea obscenamente en el hombro de mi amiga. Los chicos con los que jugamos al futbolín los sábados miran mucho a la acusada y comentan sus virtudes. Nadie las mira a ellas, o eso dice la portavoz, no pueden competir con la acusada, lo cual las hace sentirse desdichadas. Es injusto para ellas.
Hay un claro agravante del delito, la acusada disfruta de las atenciones de los chicos en vez de huir de ellos, quedarse callada o ensalzar a sus amigas para desviar la atención. El bicho verde, histérico, grita «¡Ostracismo!». La portavoz dicta sentencia: «Hemos hablado todas y hemos decidido que no salgas más con nosotras. Has de buscarte otras amigas.»
El destierro duró un par de semanas en las que aprendí a odiar mi cuerpo eficientemente y a vigilar que mis niveles de autoestima se mantuvieran bajos. Por suerte, algunas de las otras niñas saltaron del jurado a la defensa y se me indultaron los delitos. Años más tarde, incluso hoy, he visto al bicho verde brincar de hombro en hombro y boicotear algunos de mis intentos de amistad. No obstante, aprendí a diferenciar su voz venenosa de la de las mujeres y distinguí su existencia autónoma.
El bicho verde no crece por defecto sobre los hombros femeninos, no está en nuestros cromosomas, aunque el refranero popular diga que las mujeres somos celosas y malas por naturaleza. Ese bicho es vástago de fuerzas titánicas y ancestrales que hacen de nuestros cuerpos nichos de mercado y productos competitivos, en ese anuncio de cosméticos, en la comparación casual de la belleza de dos hermanas, en el análisis por partes especificando que «de la rubia me gusta su cara de muñeca, pero el cuerpo de su amiga me vuelve loco», en la bella protagonista de un libro de cuentos estándar, en la constante mención a la belleza femenina y a la ausencia de la misma o en las aparentemente inocuas listas de los mejores culos del instituto, inspiradas por el certamen de miss universo.
Ese monstruo es el boicot patriarcal más efectivo a la alianza entre mujeres que nunca me cansaré de perseguir, pues es esencial en nuestras luchas. Hemos de condenar al bicho verde al ostracismo de una vez por todas, antes de que provoque más destierros, más brechas entre hermanas y más odio a nuestros cuerpos.
El oscuro objeto del deseo se yergue por enésima vez tras otro tropezón. Como tantas veces fue. Como tantas más será.
Sus piernas, resistentes como vigas de acero lo soportan todo, pues poseen un poder superior a la fuerza, la resiliencia. No importa cuántas veces caiga, ni si el camino es infinito y empinado. Qué más da cuántos retrocesos sufra, si cae y si durante siglos, a lo largo y ancho de este mundo, la exhiben como decoración o la custodian en jaulas de cristal por miedo hipócrita a que su belleza suponga un riesgo –un riesgo para quién–.
La grandeza de su existencia y su arrojo reside en el camino pedregoso, casi intransitable en ocasiones, en sus heroicos brincos esquivando socavones, piedras y trampas, saltos que son inmortalizados ya en la historia de la humanidad –solo a veces, aún, por desgracia–. Un pequeño paso para el hombre, infinitésimo, pues nadie nos contará las epopeyas de todas las que fueron ya olvidadas.
Justicia histórica pedimos. Nada más y nada menos que la mitad de todo pedimos.
Os escribo a petición de mi psiquiatra porque dice que esta carta me ayudará a descubrir mis anhelos. Después de tantos años velando por satisfacer lo que mis hijos y mi marido demandaban, dice que he olvidado mis propias apetencias. Como creo que he sido una buena madre y esposa, espero que tengáis a bien satisfacer mi deseo. Solo tengo uno: deseo saber qué quiero para poder decírselo a la psiquiatra.
Feliz Año Nuevo.
Manoli
–La amistad entre los hombres y las mujeres es imposible.
–¿Ya estamos otra vez?
–Cuando un hombre se acerca a una mujer siempre busca algo más que amistad. Quiero decir que finge ser su amigo con el propósito de acostarse con ella a la más mínima que se tercie.
–¿Ah sí?
–¡Pues claro! Y las mujeres sois todas unas inocentes. Siempre os lo tragáis todo.
–Siempre nos lo tragamos todo, sí… ¡Ya os gustaría! Como las frescas esas que salen en los vídeos que ves con el Gervasio en el interné…
Hacía más de sesenta años que Marga y Manolo se acostaron por primera y única vez. El sexo no se les dio bien, pero siempre se deleitaron en contradecirse mutuamente. Solo la muerte pudo separarlos.
Mi cuerpo convulsiona, se encoge y se estira, se retuerce y se queja, agotado.
Mi cuerpo… pobrecito mi cuerpo… Cuántas veces lo odié y le dije que no era suficiente. Cuántas veces lo sometí al escrutinio cruel, al juicio ante el espejo y a la opinión ajena, más despiadada aún que la mía. Cuántas veces quise cambiarlo, moldearlo, cortar aquí y poner allá. A veces, incluso, quise hacerlo desaparecer casi, de delgadez.
Mi cuerpo, mi herramienta para la vida y para comunicarme con el mundo; mi arma para defenderme de él. Mi cabeza, depósito de éxitos e inefables experiencias, y mi vientre, anfitrión del placer, donde quizá –quién sabe– albergue vida algún día. Así de prodigioso es mi cuerpo: potencial recipiente de un nuevo ser.
Ese cuerpo que es perfecto, que tiene diez dedos en las manos y diez dedos en los pies, dos piernas y dos brazos, que aloja órganos fielmente funcionales, cuya fuerza y salud me han salvaguardado de enfermedades graves, cuya agilidad me ha llevado a lugares recónditos. Ese cuerpo, mi cuerpo bello, ha sido otra vez juzgado y agraviado; y está exhausto de escuchar a fiscales, abogados, jurados y jueces. Ahora mi cuerpo exige exoneración e inmunidad. Y así será desde hoy, cada día que siga vivo.
Y quien no respete esta ley, escuchará la sentencia que mi cuerpo sabio dictamine. Sea la que sea.
No seas tú el imputado.
He visto recientemente la película Paradise: Love (2012) de Ulrich Seidl y no puedo decir que la disfrutase, puesto que es un film que se sufre hasta el último minuto, pero me resultó magistral en su forma y su contenido. Trata un tema novedoso en el cine, y quizá se podría decir que prácticamente ignorado en la cultura popular y demás ámbitos no creativos; un argumento tremendamente incómodo y tabú en nuestra «liberadísima» sociedad del siglo XXI: la prostitución masculina en África y las sugarmummies.
Pocos asuntos son tabú hoy en día, sobre todo los que otrora eran calificados con dos rombos, después de que la muerte de Franco permitiese que aparecieran en pantalla por primera vez. Los que vemos series como Juego de Tronos, donde las escenas de extrema violencia están a la orden del día y donde a menudo aparecen prostitutas teniendo sexo muy explícito en escenas de dilatadísima duración, para el deleite de la mirada masculina, sabemos que pocas limitaciones temáticas hay en los medios audiovisuales hoy por hoy. Sin embargo, Paradise: Love no es un film que haya sido acogido con los brazos abiertos por la crítica, solo hay que leer un poco para darse cuenta de que ha levantado ampollas en más de un cinéfilo –y no solo en los que escriben en medios de derecha–.
¿Por qué es tan incómodo entonces? ¿Qué es lo que hace que esta película sobre prostitución sea tachada de «exhibicionista», «intolerable» y «mórbida»?
En primer lugar, ver a mujeres ejerciendo abusos de poder sobre hombres en situación de inferioridad solo se produce en circunstancias muy precisas, principalmente en países en vías de desarrollo donde las desventajas económicas priman sobre las desigualdades sociales entre los géneros –que, sin lugar a dudas, continúan vigentes dentro de cada nivel socioeconómico–. Y, por supuesto, no estamos nada acostumbrados a verlo y menos en la gran pantalla. Históricamente son los hombres los que han ejercido el poder y lo contrario incomoda sobremanera a los que siempre han mirado desde la posición privilegiada.
Por otro lado, habitualmente las mujeres solo pueden salir en pantalla si son atractivas y cumplen con los rígidos cánones de belleza impuestos por esta sociedad machista en la que vivimos, y con más razón si salen desnudas, nunca jamás deberían aparecer si son viejas, gordas o feas. Eso da «asco» y nadie lo quiere ver. Pero sujetos con pene gordos, feos, viejos y desnudos sí que salen en pantalla en innumerables ocasiones, y normalmente para hacernos gracia. ¡Nos morimos de la risa con ellos! Véanse como ejemplo las películas de Pajares y Esteso, Torrente y los programas de Arévalo.
Otro factor a tener en cuenta es que las mujeres con instinto sexual después de la menopausia o cuando no son atractivas físicamente, no tienen cabida en el imaginario social ni razón de ser en el mundo. Son un disparate absoluto y, por supuesto, no queremos verlas en la pantalla grande ni en la pequeña, no vaya a ser que a más de uno le dé ictus de la impresión.
Y también, cómo no, la doble penalización que cae sobre las mujeres cuando hacen algo «indigno», que ejecutado por un hombre no estaría tan mal visto pero que provoca repulsión doble en el espectador cuando el sujeto de la acción es una mujer. Cuántas veces hemos escuchado eso de «si está feo en un hombre, en una mujer ni te cuento».
La película de Seidl hace reflexionar al espectador sobre asuntos incómodos pero actuales. El turismo sexual en países en vías de desarrollo es tremendamente abusivo, independientemente del lugar que ocupen los géneros en la comercialización de la carne. No es mi intención el exigir un posicionamiento en contra de la prostitución con este artículo; sin embargo, como transacción comercial que es, en mi opinión, debería tener lugar entre iguales en toda circunstancia. En el turismo sexual siempre interviene el factor de la desigualdad social, que suele ser mayúscula entre el proveedor de los servicios y el comprador, lo cual da cancha a innumerables abusos de poder por parte del cliente y cesiones en contra de la voluntad de quien se prostituye.
En Paradise: Love es interesante ver cómo las sugarmummies se comportan de manera muy diferente a los sugardaddies –si es que se tiene un verdadero espíritu crítico, valentía para cuestionar los privilegios de uno y un afán de objetividad, claro–, y es que las expectativas de las unas y los otros son muy distintas. No me imagino a los hombres que se van de putas preocupándose por si la chica a la que se van a follar disfrutará de acostarse con ellos, planteándose si ellos les resultarán atractivos a las prostitutas. En la película de Seidl, las sugarmummies no paran de autocriticar sus cuerpos y sentirse tremendamente inseguras a la hora de tener una relación sexual por la que están pagando. Hay una escena muy gráfica en la que varias comparten a un mismo chico, y el objetivo de tal orgía nos es más que una competición por ver quién es capaz de conseguir que se le levante y, en definitiva, quién de ellas resulta más atractiva al prostituto. Si fueran varios hombres compartiendo a una mujer en la escena, a la individua en cuestión le faltarían orificios para ser penetrada por todos a la vez, todos buscarían la autocomplacencia. Lejos de tratar de establecer un ranking al cliente de la carne más mezquino, sí que prentendo señalar las diferencias a tener en cuenta a la hora de comprender el contexto en el que la prostitución tiene lugar. Y todas estas frustraciones de las que las sugarmummies hablan en la película –los hombres siempre exigiéndoles que se depilen, recordándoles que han engordado y envejecido, etc.– las convierten en seres abusivos y sórdidos. El oprimido se convierte en el peor opresor.
Cuando terminé de ver la película estaba muy intrigada con lo que habría dicho la crítica al respecto, la cual, al menos en España, está articulada por demasiadas voces masculinas opinando desde la posición privilegiada que sus penes les otorgan. Y, por supuesto, no me sorprendieron ni los aspavientos ni los calificativos ponzoñosos describiendo los cuerpos de las protagonistas. No hubo ni uno que se dejara en el tintero comentarios sobre lo desagradable que había sido ver los cuerpos desnudos de las sugarmummies. Paradójicamente, ante la explotación sexual a la que los jóvenes keniatas se enfrentan en el film, lo más molesto de ver para los críticos fueron las grasas sobrantes de las protagonistas. Algo falla en estas cabezas, yo diría. Así que le doy las gracias a Seidl por darme el placer mental de imaginarme a todos estos carcas machunos, la mayoría críticos en medios de derecha, revolviéndose en sus sillones, muertos del asco de ver cuerpos superlativos, flácidos y desnudos en la pantalla grande, que permite ver cada lorza en su máximo esplendor. Tal pensamiento se ha convertido en detonador de la risa en mis momentos bajos últimamente. A partir de ahora, cada vez que me deprima, esa recreación me hará reír por los siglos de los siglos.
Señores críticos, les dedico mis futuras lorzas; las mías y las de todas mis compañeras de género. Disfrútenlas.
La pequeña Pannonina, de tres años y medio, ha descubierto su clítoris recientemente, y tal hallazgo ha abierto una nueva dimensión entre sus piernas. Todo su universo gira ahora en torno a ese maravilloso órgano del placer con el que la mayoría de las niñas nacemos, aunque el mundo trate de obviar su existencia en los libros de ciencias del cole y por ello una gran parte de la población no sepa ni dónde se aloja, a pesar de que determinadas sociedades lo hagan desaparecer a golpe de cuchillo y eso cause la muerte a dos millones de mujeres anualmente, aunque le cambiemos el nombre y le asignemos eufemismos tales como «culo» –por miedo a pronunciar esas tres sílabas, pues ya es bastante pecado poseerlo y darle uso, ¡Como para encima nombrarlo!–. El clítoris, por suerte, viene de fábrica en toda vulva –al menos en las humanas– lo quieran sus portadoras o no. Avergonzadas u orgullosas de él, todas tenemos un surtidor de placer que permanecerá entre nuestras piernas hasta el final de nuestros días; una inagotable fuente de orgasmos –todos ellos gratis– que marca la diferencia en nuestros procesos sexuales y nos previene de ser meros agujeros con patas.
Pannonina descubrió la existencia de su clítoris hace seis meses y lo comunicó orgullosa a toda la familia. Su padre, entre risas, celebró el hallazgo de la pequeña y la animó a explorarlo, eso sí, en la intimidad de su habitación. La madre, de educación más conservadora, comprendió que las instrucciones del padre eran más adecuadas que reprimir la incipiente sexualidad de su hija y optó por unirse al carro de la libertad sexual. Y desde ese día, la pequeña Pannonina, aunque desconoce el término clítoris –pues por influencia eufemística de su madre denomina «culo» a todo lo que habita entre sus piernas– inspecciona, curiosea y examina el área religiosamente, no vaya a ser que se mueva de ahí y mañana ya no pueda encontrarlo.
Las exploraciones de Pannonina la han llevado a descubrir que los cojines tienen diferentes utilidades y, entre ellas, la de ser colocados entre las piernas de una y empujar como si no hubiese un mañana. Así pues, si te descuidas, te la puedes encontrar en el sofá colorada como un melocotón maduro y pasándoselo bomba a costa de los cojines de su abuela, la cual planeaba sustituirlos por unos nuevos y ha desistido de su plan porque «para qué cambiarlos si la niña los va a poner como una breva» con sus impetuosas indagaciones. La semana pasada descubrió las delicias de un buen chorro de agua al disparar su pistolita acuática contra su «culo» cuando estábamos en la piscina; algún día, sin duda, conocerá las virtudes de la alcachofa de la ducha –todo llegará–. Y por supuesto, un nuevo término ha sido acuñado por Pannonina para denominar sus actividades onanistas. Ella no se masturba, pues esa es aún una palabra demasiado complicada, ella «hase el culo».
Es tal el ánimo investigador de la pequeña que el otro día me preguntó si yo «hasía el culo» también y me pidió que le contase cuando yo era pequeñita y me iba a mi habitación a hacerlo solita. Sin lugar a dudas mi respuesta fue positiva. Mini Pannonique fue también una gran exploradora de su entrepierna.
Soy consciente de que la sexualidad en los infantes no es un tema que se trate con asiduidad e imagino que este texto incomodará a algún que otro lector. Me disculpo por ello pero poco me arrepiento. Los niños exploran, investigan, buscan, lo tocan todo; ¡Cómo no van a tocar y a explorar su cuerpo! La curiosidad es el camino a la sabiduría y la represión solo genera más curiosidad o terribles frustraciones. Todos los niños exploran su cuerpo en un momento dado, y muchos de los que ya somos adultos, con total seguridad, fuimos llamados al orden en algún momento e instados a quitar la mano de «ahí». ¿Para qué reprimir lo que vendrá de todos modos? ¿Por qué impedir un desarrollo natural que en un futuro traerá una vida sexual plena? «Haced todos el culo» o morid de la pena irremediablemente.
Hablando de lo cual, os dejo para tener un rato de intimidad. Que disfrutéis todos mucho de vuestro «culo».
He bajado a los infiernos, pero ya estoy de vuelta y pretendo quedarme en territorios bañados por el sol. No tengo la más mínima intención de regresar otra vez a la morada de Hades, donde huele a azufre y a podrido, donde el fuego quema mis entrañas, atrofia mis sentidos y hace temblar a la tierra. Y no diré que ha sido una excursión carente de interés, pues he traído conmigo suvenires indispensables y didácticos: conocer los límites de una misma, saber hasta dónde se puede aguantar, cuándo hay que parar, cuánto de titán hay en una y cuánto de mortal. Fobos me ha acompañado atentamente mientras recorría cuevas y catacumbas, con extremo cuidado, no fuera a ser que un paso mal dado nos llevase directos al Tártaro y el regreso desde tan abajo se tornase imposible.
Siempre me fascinó la terrible Perséfone, erigida reina de los infiernos, antes doncella ingenua cuyo destino era manejado y repartido a gusto de los que decían amarla. Estos días he recordado la hazaña imposible que llevó a cabo y que no cantan los clásicos, la de conseguir ser dueña de sus propios pasos. Yo cantaré tus proezas, Perséfone, clamaré en mis canciones que quien una vez fue robada de su madre mientras recogía flores, mudó su inocencia por coraje para ocupar el trono en los infiernos. Recitaré versos que cuenten cómo la que fue víctima del secuestro de Hades acabaría siendo gobernadora incluso de su raptor y que, poco después, el mismo dios de los infiernos compartiría a su insaciable reina con el efebo Adonis. Cantaré romances sobre la que fue hembra compartida y se metamorfoseó en diosa que administraba su tiempo, su cuerpo y sus deseos a su antojo.
Ya he vuelto del Inframundo. Tártaro, hasta nunca, yo resido bajo el sol. Y bajo sus rayos me guiarán las Moiras en batallas innumerables en las que ganaré y perderé incansable, pero jamás abandonaré la palestra sin haber, al menos, peleado hasta el final.
Fortuna, no te hagas tanto de rogar, me he vuelto a levantar, ¿Qué más quieres? Acompáñame solo unos pasos, anda ven.