Australes y boreales

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«Proyección de Peters» is licensed under CC BY-SA 3.0 by Daniel R. Strebe, 2015.

La penumbra en el cielo confunde a mi cerebro. Le hace creer que mis penas son penas, y que puedo quejarme de todo lo que me plazca. Pero mis penas son verbenas para algunos, son evidencia de mi buena vida, son vergüenza si las canto alto; son ­–mejor­– silencio, si es que queda algo de conciencia en este malcriado cerebro que culpa de su estupidez a la ausencia de sol.

Yo soy del sur, donde las nubes se apartan para que el sol lave nuestras penas, brillante, desde un cielo impoluto; como si las nubes supieran que al sur hay más desdicha que en el norte. Porque los que residen más arriba –no importa en qué paralelo– suelen vivir mejor que sus vecinos meridionales; a expensas de ellos, claro.

Y yo quiero ser del sur en esa ecuación, pues mi buen vivir jalea a mi conciencia constante, como una mosca haciendo espirales en torno al hocico de un cerdo harto de bellotas. «No quiero ser verdugo –declaro con la boca llena–,  no me olvido de que para que yo viva una vida hiperbórea, tienen que vivir peor en otros lugares».

Yo soy del sur, ahora que estoy aquí abajo lo sé. «Ahora soy yo –me digo –, ésta sí que soy yo», con una sonrisa altanera en mi cara enrojecida, porque el norte ha tornado mi piel más enclenque, más septentrional. Y todo el rato, cuando no estoy aquí, la vida sabe más amarga porque añoro mi tierra sureña, su luz, sus verbenas y sus buenas gentes, pragmáticas y dicharacheras.

«Yo soy del sur», declamo. Mi amiga canaria objeta «No, tú eres del norte». Y tristemente admito la derrota ante la relatividad.

Réquiem al gentrificado

Era tan hipster que todo lo que tocaba se convertía irremediablemente en excepcional, una especie de Rey Midas de la extravagancia. Hasta que un día, el exceso de singularidad tiñó toda su vida con un halo corriente y moliente de aburrida normalidad. No pudo soportarlo y murió distraído tomando un selfie de su tragedia.

Adiós Tártaro

He bajado a los infiernos, pero ya estoy de vuelta y pretendo quedarme en territorios bañados por el sol. No tengo la más mínima intención de regresar otra vez a la morada de Hades, donde huele a azufre y a podrido, donde el fuego quema mis entrañas, atrofia mis sentidos y hace temblar a la tierra. Y no diré que ha sido una excursión carente de interés, pues he traído conmigo suvenires indispensables y didácticos: conocer los límites de una misma, saber hasta dónde se puede aguantar, cuándo hay que parar, cuánto de titán hay en una y cuánto de mortal. Fobos me ha acompañado atentamente mientras recorría cuevas y catacumbas, con extremo cuidado, no fuera a ser que un paso mal dado nos llevase directos al Tártaro y el regreso desde tan abajo se tornase imposible.

Siempre me fascinó la terrible Perséfone, erigida reina de los infiernos, antes doncella ingenua cuyo destino era manejado y repartido a gusto de los que decían amarla. Estos días he recordado la hazaña imposible que llevó a cabo y que no cantan los clásicos, la de conseguir ser dueña de sus propios pasos. Yo cantaré tus proezas, Perséfone, clamaré en mis canciones que quien una vez fue robada de su madre mientras recogía flores, mudó su inocencia por coraje para ocupar el trono en los infiernos. Recitaré versos que cuenten cómo la que fue  víctima del secuestro de Hades acabaría siendo gobernadora incluso de su raptor y que, poco después, el mismo dios de los infiernos compartiría a su insaciable reina con el efebo Adonis. Cantaré romances sobre la que fue hembra compartida y se metamorfoseó en diosa que administraba su tiempo, su cuerpo y sus deseos a su antojo.

Ya he vuelto del Inframundo. Tártaro, hasta nunca, yo resido bajo el sol. Y bajo sus rayos me guiarán las Moiras en batallas innumerables en las que ganaré y perderé incansable, pero jamás abandonaré la palestra sin haber, al menos, peleado hasta el final.

Fortuna, no te hagas tanto de rogar, me he vuelto a levantar, ¿Qué más quieres? Acompáñame solo unos pasos, anda ven.

Sobre Moloncia de los Caminos

Fuente: http://www.oldbike.eu/

No tengo piernas, tengo dos ruedas. Dos ruedas y un cuadro, con frenos y marchas, con portaequipaje y sin cesta –no me gustan las cestas, te hacen ir despacio–. Es una híbrida y se llama Moloncia de los Caminos.

Adoro a mi bici, mi fiel compañera y lo más esencial que poseo. Admito que, cuando me inicié como ciclista urbana, fue por la misma razón por la que lo hacemos muchos de los que vivimos en esta ciudad, porque no podía permitirme pagar el escandalosamente caro transporte londinense. Es una paradoja –o más bien una realidad funesta– que una no se pueda permitir pagar el transporte para ir a trabajar, es decir, para ir a ganar el dinero con el que pagas el transporte, entre otras cosas. Pero lo cierto es que, por aquellas fechas, tenía que elegir entre coger el metro o comer tres veces al día. Así que elegí lo segundo. También adoro comer, así que fue una decisión fácil.

Entonces, mi forma física era bastante penosa y fue muy duro al principio, no lo voy a negar. Me asustaba mucho cuando otros vehículos me adelantaban, sobre todo los autobuses, los camiones y, por supuesto, los taxis –archienemigos del ciclista por antonomasia–. Cada día sufría agujetas y calambres, y siempre tenía las piernas cubiertas de cardenales, de golpearme contra los pedales por mi torpeza de principiante. Pero, poco a poco, fui aprendiendo a que se respetase mi espacio en la carretera, a circular segura, a prever los posibles peligros y, por encima de todo, a disfrutar de ello. A día de hoy, un velocímetro mide mis progresos que después anoto en una tabla y comparo. Oficialmente, soy ciclista por vocación.

El ciclismo me ha ayudado a conectar con una parte muy primitiva de mí misma, a confiar en mi instinto y en mi cuerpo. Me siento más libre y autónoma, ágil como un gato, ¡Invencible! Ya… Ya lo sé… Invencible no soy. Soy muy consciente de formar parte de los usuarios más vulnerables de la carretera, pero yo me siento poderosa y fuerte cuando corro veloz con Moloncia. Si tengo un día malo y me quedo sin fuerzas, siempre las recupero cuando voy en mi bici de regreso a casa. Y lo que es más, considero que elegir la bicicleta a cualquier otro medio de transporte es una actitud política, una mucho más responsable con el medioambiente, infinitamente más sostenible y, por supuesto, una herramienta muy efectiva de empoderamiento e inclusión social.

Ahora, y solo gracias a Moloncia, no como tres veces al día, sino cinco; y no solo porque tengo más presupuesto para alimentarme, sino por el hambre insaciable que da pedalear todo el día. La vida es bella sobre una bicicleta.

Mi jefa y sus gatuperios

Mi jefa es una trapichera. Quiero decir que mi jefa es un monumento al trapiche en sí, un chanchullo andante, la reina de todos los liantes, el colmo del gatuperio.

Vivo en Londres y trabajo en un típico mercado inglés. Es un empleo tranquilo y fácil. De hecho, es el más simple que he tenido en toda mi vida. Limpio y ordeno la tienda,  atiendo a los clientes, cobro, repongo lo que se llevan, organizo el display y el  layout, hago la caja al final del día y poco más; y lo mejor de todo es que trabajo sola, sin supervisión ni compañía. Esto no quiere decir que no haga mi trabajo, pues lo hago a la perfección, pero tengo la suerte de tener tiempo, entre tarea y tarea, para hacer otras cosas como buscar otro empleo mejor, hacer cursos o escribir en este blog.

Pero volvamos al tema central. Silvia, mi jefa, es italiana, antigua hippie conversa al capitalismo, estudiosa de astrología y ciencias de la adivinación y aspirante a bondadosísima. Dice ser vegana, pero continúa vendiendo en sus tiendas artículos de origen animal. «Solo hasta que se acaben», dice, «¡no los vamos a tirar ya que los tenemos!». Tiene tres gatos a los que alimenta –yo diría– demasiado, pero es que los quiere como si fueran sus hijos y lo cierto es que Silvia ya no tiene edad de ser madre, sino abuela. Así que, como abuela, ceba y malcría a sus criaturas; y les compra juguetes Made in China, donde es ampliamente sabido que «impera» el comercio justo. Hablando de comercio justo, aunque los productos que Silvia vende son diseñados por ella en Londres, las manos que los fabrican pertenecen a trabajadores de la India y Nepal. Ya lo sé, estáis pensando que esos artículos provienen de fábricas donde se explota a las personas. Sois todos unos malpensados.

Silvia detesta profundamente a Berlusconi. Dice que es un corrupto, un amoral y un ladrón que ha abusado desvergonzadamente del pueblo italiano. Y tiene razón, por supuesto. ¡No íbamos a estar en desacuerdo en todo! A Silvia la corrupción le parece punible porque ella es una venerable vegana que da empleo a indigentes y necesitados –a las Pannoniques del mundo–. Sin embargo, os puedo contar que, en más de un año que llevo trabajando para ella, nunca he visto ni mi contrato, ni tampoco una sola nómina; por supuesto, me paga menos del salario mínimo nacional y parte de mi sueldo lo percibo en negro; carezco de vacaciones pagadas y si me pongo enferma no cobro, así que nunca me pongo enferma y disfruto de pocas vacaciones al año.

Hace unos meses tuvimos la siguiente conversación:

–Pannonique, ¿Podría pedirte un favor personal?

–No sé –yo, acojonada, sabiendo que una conversación con mi jefa que comienza así no puede llevar a nada bueno– Cuéntame.

–Llevo usando MoneyGram muchos años para hacer los pagos a la India y a Nepal porque, aunque es un servicio solo para particulares, es la única manera de hacerlo con estos países. Ya sabes que todo funciona fatal allí y las transferencias bancarias tardan meses y meses en llegar. Y, claro, los pobres de los fabricantes necesitan el dinero para vivir… –insistió durante un rato sobre la dura situación de los fabricantes mientras, de vez en cuando, soltaba risas nerviosas– El caso es que en MoneyGram se han dado cuenta de que no soy una clienta particular y ya no me dejan enviar dinero.

–Ajá… mmmh… No sé muy bien qué me estás queriendo decir, Silvia –no daba crédito a lo que mi jefa estaba insinuando, así que opté por hacerme la tonta– Yo sé muy poco de estas cosas.

–Pues… –risa nerviosa– solamente necesitaría que me dieses tu consentimiento… para que te ponga como remitente en algunos de los pagos a los fabricantes… –risa nerviosa– Tu compañera ya me ha dado su autorización. Pero vamos, que si no quieres, no. Yo no obligo a nada a nadie.–¡No te jode! (Silencio)– ¿Pannonique? ¿Estás ahí?

–Sí, sí, claro… –incrédula y empezando a temblar de ira– Es que no acabo de comprender lo que dices de que no hay otra manera de hacerlo. No creo que Zara pague a sus fábricas a través de MoneyGram, ¿no?

–Bueno… –risa nerviosa– Ya te he dicho que no tienes que hacerlo si no quieres…

–Pues claro que no, Silvia, no lo voy a hacer. Yo siempre he pagado todos mis impuestos y todo lo que hago, lo hago legalmente –excepto cuando me han obligado a lo contrario, como ella hacía al pagarme en negro–. No vuelvas a pedirme nada así.

Ella, por supuesto, se justificó hasta la saciedad. Me dijo que aparecer en esos envíos como remitente no me hubiera acarreado ningún problema ni consecuencia legal, si no jamás me lo hubiese pedido, ¡por dios! Solo me lo preguntaba para poder enviar el dinero a esa pobre gente cuanto antes y tal. Creo que le dio bastante vergüenza escuchar mi respuesta porque los días posteriores no llamó ni siquiera para preguntar por los beneficios de la tienda. Y yo, tras todo este episodio bochornoso e indignante, no paro de preguntarme si Silvia no podría habernos ahorrado a mí el cabreo y a ella misma la vergüenza de escuchar una negativa. Al fin y al cabo, solo tendría que haberle preguntado a las estrellas: «¿Es Pannonique gilipollas?»

Hubble Captures Bubbles And Baby Stars by La Nasa Fuente: https://www.flickr.com/photos/gsfc/4728043610/
Hubble Captures Bubbles And Baby Stars by La Nasa, CC-BY-2.0