
En el puerto que daba salida al mar a la ciudad de Lela, había que girar a la izquierda si querías ir a la derecha o subir una calle si querías bajarla; si deambulabas, te convertías en el incauto que llegaba demasiado temprano, y te tocaba esperar mientras veías a los que venían esprintando, mapa en mano, habiendo salido con tiempo de casa. Pero por suerte, al menos, la estación de tren se mantenía siempre en su lugar.
La noche llegaba al reloj del ayuntamiento marcando las 10, todavía con los últimos rayos de sol reflejándose en sus agujas. A la puerta del cabildo, un trovador ofrecía su espectáculo acompañado por una tortuga. Como a las 11 y cuarto, ya casi no quedaba público al que deleitar y preguntó esperanzado, a la única persona que continuaba escuchándole, si le acompañaba a cenar un cucurucho de caracoles. Al mismo tiempo, el alcalde tomaba la salida equivocada y caía en un carro de heno, estratégicamente situado para cuando su ilustrísimo confundía las ventanas con las puertas. Claramente, desde que la tecnología llegó a la ciudad de Lela, había incluso más confusión entre sus habitantes, quienes, cuando subían o bajaban por la escalera mecánica, perdían miserablemente la cuenta de si estaban en el octavo piso o en el trigésimo tercero. En la calle que daba al ayuntamiento, una abuela en bata proclamaba a los cuatro vientos quién era amante de quién, y aseguraba dar pruebas de ello a todo aquél que le diese un buen plato de arroz con leche. Y es que, ¿Qué fue sino el hambre lo que inventó al sucio chantaje?
El alcalde, a las doce, ya va camino a la cantina donde le esperan los condes y el obispo. Al pasar junto a la vieja sonríe para sí, malicioso: no todas las verdades se venden, ni salen tan baratas. Menos mal, piensa, sobre todo por las vacas, pues tendría que matarlas a todas y quemar los arrozales. Lentamente, pues va con la hora justa, se marcha dando brincos de colegial por el empedrado, mientras imagina (un, dos, tres) cómo sería el titular en la portada del diario local al día siguiente, (cuatro y cinco) «Plaga bíblica en Lela»; (seis, siete, ocho) y si no, liquido a la vieja (nueve, diez, once…), así acabo antes.
LVI5 (ilustrando) y Pannonique (escribiendo)