Distopía

Aquella mañana Siri había hecho el descubrimiento más insólito de su carrera como escritora. Mientras hacía limpia en la oficina, se había topado con un folleto de hacía varios siglos que anunciaba un extraño certamen literario. Fascinada por el hallazgo y aprovechando que trabajaba en los archivos del estado, anduvo investigando en arcaicos manuales humanoides aquel género literario recién rescatado del olvido. No fue fácil recavar información sobre ello y, de hecho, estaba segura de que en su búsqueda había infringido varios artículos de la Ley de Desmemoria Histórica. Sin embargo, cuando por fin encontró la definición de aquella palabra, ésta le había generado unas veinte preguntas más. De camino a casa, reflexionó sobre cuál podría haber sido la motivación de aquellos extravagantes autores para escribir unas historias tan pesimistas. Nada sabía Siri de que la civilización humanoide un día había prosperado en la postmodernidad bostezando, melancólica de infortunios y suspenses, sumida en el más perfecto aburrimiento.

Esa misma tarde por fin, tras largos meses de sequía creativa, una bombilla se iluminó literal dentro de su cabeza y, con dedos metálicos, tecleó inspirada el comienzo de una nueva novela. Ésta sería distópica. «La volátil raza humana se ha sublevado y ha escapado de los campos de concentración donde lleva confinada más de quinientos años. La paz de la era robótica ha llegado a su fin.»

Metropolis
Fotograma de Metrópolis, Fritz Lang, 1927. Dominio público.

 

Potoya mañana será republicana

Potoya quiere ser una princesa cuando sea mayor, de esas que salen en su libro de cuentos. Fantasea con ser blanca y perfecta como Blancanieves, con tener el pelo larguísimo como Rapunzel, con dormir hermosamente y que la despierten con un beso de amor como a Aurora. Por las noches, sueña que un príncipe muy guapo la defiende con su espada del monstruo que la acecha en su habitación, ese perchero con cabeza de oso de peluche, que con las batas colgando se transforma en un fantasma que la mira desde la oscuridad de madrugada.

A veces ni siquiera necesita soñar muy fuerte, pues la gente mayor le dice que es tan guapa y encantadora como una princesa y ella confía en que un día vendrá el hada madrina a transformar, con su varita mágica, en carroza su bicicleta y en vestido de terciopelo su uniforme, para ir a la feria a montarse en un corcel del tiovivo. Así que Potoya está convencida de que esto de ser princesa se le da fenomenal; es toda una experta. Su prima Mariquina, que también ansía pertenecer a la corte y casarse con un príncipe, siempre anda pidiéndole consejos.

–Siéntate aquí a la sombra, Mariquina, que si sudas ya no eres una princesa –le explica Potoya petulante–. Además, las princesas tienen la piel muy blanca, así que tenemos que quedarnos aquí bajo la sombrilla, bien quietitas. Tienes que sonreír, las princesas sonreímos todo el rato, y trae el cepillo, que nos vamos a cepillar el pelo para que nos crezca más rápido.

Mariquina obedece, siguiendo a rajatabla las directrices que le marca Potoya, la princesa mentora. Al menos lo hace durante medio minuto, hasta que pasan dos gatitos jugando y Mariquina sale corriendo tras ellos, sudorosa bajo el sol. Potoya entonces se lleva el dorso de la mano a la frente muy teatral, en señal de reprobación, y se dice a sí misma que esto de pertenecer a la realeza implica bastante soledad y sacrificio.

Más tarde, durante la comida, el abuelo parece enfadado por algo que están diciendo en el telediario. Comenta que van a meter en la cárcel al marido de la infanta por estafador y que a ella deberían encerrarla también por mentirosa, pero que no lo van a hacer porque es la hermana del rey. «Menudos sinvergüenzas son los dos», concluye. Potoya da un brinco; si es hermana del rey, entonces debe de ser una princesa, piensa. «¡Pero cómo van a meter en la cárcel a una princesa!» exclama con los ojos de par en par. Mira a la señora rubia de la tele que está muy seria y ojerosa, y no lleva ningún vestido ni tiene el pelo largo. Potoya no comprende nada y ahora mira inquisitivamente a su madre que se está percatando de la tragedia que se avecina y se debate, por unos segundos, si explicarle a su hija la diferencia entre una infanta y una princesa o dejar este tema para otro día.  Al fin y al cabo, lleva ya tiempo preocupada por la obsesión que tiene Potoya con las princesas y no ha sabido hasta ahora cómo abordar esta cuestión con ella.

–Mamá, ¿Qué le pasa a esa princesa? Es que aún no ha venido el hada madrina a ponerla guapa con su varita?

–Potoya, mi amor, las princesas de verdad no son como en los cuentos. Las hay guapas, las hay normales e incluso seguro que también las hay feas. Hay princesas que son buenas personas y otras que mienten, roban y hacen cosas malas. Algunas se casan con príncipes apuestos y otras lo hacen con señores que acaban en la cárcel y casi las arrastran a ellas al calabozo también.

–Y entonces es cuando viene el príncipe de verdad y ella le tira su pelo desde la ventana del calabozo para que escale y la rescate, ¿no? –dice Potoya aún sin querer comprenderlo.

–No, cariño, si a la princesa de la tele la metieran en la cárcel, no habría príncipe que quisiera rescatarla. Se quedaría encerrada hasta que cumpliese su condena.

Potoya se queda suspensa, con la mirada decepcionada de quien acaba de aprender una verdad universal y cruel por primera vez.

–Pero cariño, con todas las cosas que podrías ser de mayor, ¿Por qué quieres ser princesa? –le pregunta al verla hacer pucheros.

–Porque las princesas son guapas y se casan con los príncipes que también son guapos y luego se hacen reinas y mandan a todo el mundo. Y yo quiero que todo el mundo me obedezca y haga lo que yo quiero –dice atropelladamente ya entre lágrimas, hipos y mocos.

Su madre, haciendo ahora un esfuerzo sobrehumano por contener la risa, la consuela con un abrazo y la sienta sobre sus rodillas. El resto de la familia que está sentada a la mesa estalla en una carcajada al unísono.

–Potoya, escúchame, las princesas no mandan nada, ni tampoco lo hacen las reinas por norma general. Son los reyes los que mandan y las reinas obedecen también al rey. Si quieres mandar y que te obedezcan sería mejor que fueras alcaldesa, o presidenta del gobierno… ¡o de la república! –se le ocurre de repente.

–¿Y qué hay que hacer para ser presidenta de la red pública?–pregunta Potoya sorbiéndose los mocos.

–De la república –silabea su madre y Potoya vocaliza en silencio. –Pues hay que estudiar muchísimo y leer todos los días, pero no solo cuentos de princesas sino también otros libros sobre otras cosas. Te prometo que esta semana iremos a la biblioteca a coger prestados otros cuentos diferentes, ¿quieres? –Potoya asiente, ya más calmada.

Durante la siesta, la madre la escucha hablar sin parar desde el salón y, como no ve a ningún otro niño alrededor, deduce que deben estar todos en la habitación con ella. Presa de la curiosidad y un poco preocupada por la crisis existencial que su hija ha sufrido al mediodía, decide asomarse por una rendija. Potoya está de pie sobre la cama y el resto de los primos están sentados en el suelo frente a ella.

–La presidenta de la repúbica os ordena a todos que os metáis el dedo en la nariz y os saquéis un moco. –todos obedecen– La presidenta de la repúbica ordena que todos os comáis el moco… –dice maliciosa y Mariquina se resiste– Vamos, Mariquina, que si no te lo comes tendrás que saltar a la pata coja otra vez. –la niña obedece claramente hastiada. Los demás miran a Potoya con veneración.

La madre observa perpleja y piensa que la próxima conversación que tenga con su hija será para establecer las diferencias entre una república y una dictadura, y ésta no puede demorarse. «Arduo trabajo me espera» piensa, «será posible que la niña me haya salido franquista…»

Aurora

Sobrecogida, Bulunga mira el enorme resplandor de fuego verde que acaba de aparecer en el cielo, cruzándolo de oeste a este. Una dilatada franja de luz serpentea lentamente con pequeñas llamaradas aquí y allá cada vez más intensas. Las rodillas de Bulunga, que se ha detenido y ahora contiene la respiración, se doblan sin que ella misma se dé ni cuenta, y cae sentada en el camino de tierra entre las plantas de tabaco. Tiembla entre el terror y la fascinación, pensando que el fuego debe de ser un dios que viene a pedirle cuentas, furioso por sus constantes plegarias de libertad. «Si esto es el final, espéralo aquí sentada al fresco, mami», se dice a sí misma mientras le castañetean los dientes sin control.

Debe de hacer casi veinte años que Bulunga llegó a Cuba en un barco de esclavos, entonces todavía dentro del vientre de su madre primeriza, a quien no le había extrañado sentir náuseas constantes durante el viaje entre la pestilencia de los cuerpos amontonados, algunos vivos, otros no; con la mayoría de los vivos, mareados por las olas y vomitando sin parar. Bulunga nació en 1840, en el barracón de esclavos de una plantación de tabaco cercana a Guantánamo y tuvo que aprender a cuidar de sí misma desde muy pequeña, pues su madre murió dando a luz al cuarto hijo bastardo de su señor cuando ella solo tenía ocho años. Ya entonces, Bulunga era la más fuerte de todos los niños de la hacienda y también la más valiente. Su madre, hija del líder espiritual de una aldea al sur de Senegal, siempre le había hablado de la fuerza titánica de los fetiches y, antes de morir, le había enseñado todos los secretos ancestrales y cada uno de los ritos que conocía para hablar con los dioses.

Ya ha anochecido por completo y las llamas ahora se tiñen de vivos rojos y azules, a veces verdes de nuevo, y reptan cada vez más gigantescas entre las estrellas. Bulunga le habla al amuleto que cuelga de su cuello, un atadillo de plumas de faisán y otras cosas entre sus dedos sudorosos, al que tantas veces le ha rogado que le dé un par de alas para volar libre. Lo besa y le pide perdón mil veces por haber sido tan exigente mientras se estremece de miedo y solloza.

Cuando tenía doce años, Bulunga le plantó cara a su señor por primera vez un día en que éste, al pasar por su lado, le agarró los pechos que ya le empezaban a sobresalir del cuerpo. Su rebeldía le costó veinte latigazos, una semana sin comer y, por supuesto, yacer bajo el cuerpo blanco y enorme de su dueño. En los días que siguieron, ella se lamió las heridas con calma y emprendió un plan con la determinación de quien sabe que vencerá, rezándole al fetiche cada noche, pidiéndole justicia y exigiendo venganza. Desde entonces Bulunga supo que los dioses estaban de su lado y la acompañaban en sus desdichas, ya que su señor murió repentinamente unos días después y a ella, convencidos todos de que estaba maldita, la vendieron a otra plantación cercana.  Matar a un esclavo era un gasto inútil, era mucho mejor sacarle unos cuantos pesos. Al fin y al cabo, era una ejemplar joven y fuerte, valía tanto para el campo como para la cama.

Bulunga ha estado tan absorta mirando las luces del cielo que no ha oído los pasos que vienen por el camino y ahora el peligro es otro, y mucho más inminente. Nunca deja que la oscuridad la atrape de camino al barracón, pero hoy la noche y sus misterios la han retenido entre las plantas de tabaco. Varias decenas de antorchas vienen rápido en su dirección y ella se levanta de un salto como un gato, pero ya la han visto y es inútil correr; oye sonidos metálicos y sabe que vienen armados. Varios individuos, cuyos rostros no ve en las sombras, se detienen junto a ella y discuten en susurros. Bulunga oye entre ellos algunas voces de mujer. De pronto, alguien se le acerca y ella recula.

–¿Y tú qué haces aquí? ¿Es que no sabes que los señores cazan muchachas por las noches en los campos? –le pregunta. Es una mujer negra y va uniformada.

Bulunga no contesta y la mira desafiante mientras agarra con fuerza el fetiche.

–¿Tienes hijos?

–No –contesta ella rabiosa.

–Entonces te vienes con nosotros –concluye, mientras la agarra del brazo y tira de ella. Bulunga se zafa como una fiera y la mujer le espeta– ¿Qué pasa? ¿Prefieres quedarte aquí con tu señor? Nosotros no tenemos señor, nosotros luchamos contra los señores y contra la reina. Queremos nuestra Cuba libre de tiranos. Pero si te quieres quedar a parir a hijos esclavos, tú misma.

Bulunga poco sabe de la reina, pero sí que sabe de señores, de barracones, de latigazos y de hambre. Mira hacia arriba y las luces la retan violentas desde el cielo. Los dioses han oído sus plegarias y le ofrecen dos caminos. Ella escoge la lucha y sale corriendo tras la mujer que, aunque sigue a sus compañeros, se ha quedado rezagada como haciendo tiempo.

–¿Cómo te llamas? –le pregunta. –Yo soy Bulunga.

La mujer le contesta.

–Soy la oficial Aurora Bores.


Nota aclaratoria

El 1 y el 2 de Septiembre de 1859, la tormenta solar más potente registrada en la historia afectó a la mayor parte del planeta. Las líneas telegráficas de los Estados Unidos y el Reino Unido quedaron inutilizadas, y se provocaron cortes de luz e incendios en todo el mundo. Además, una impresionante aurora boreal, fenómeno que normalmente solo puede observarse desde las regiones árticas, pudo verse en lugares tan alejados entre sí como Roma, La Habana o Madrid.

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By Kristian Pikner (Own work) [CC BY-SA 4.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0) ], via Wikimedia Commons.

Crónicas del barrio: una cuestión de color

Se podría decir que el cura del  barrio era un tipo muy moderno. Antes de entrar en el seminario, había estudiado historia del arte y cada tarde se dejaba ver en el café literario, debatiendo con las máximas autoridades locales de la cultura sobre arquitectura deconstructivista, ideas estéticas kantianas o la escuela Bauhaus. Incluso se decía que, en alguna ocasión, había animado a sus fieles a cantar al son de una pieza dodecafonista durante la comunión; lo cual, por supuesto, no acabó muy bien. Así que el día en que se enteró de que la diócesis le concedía un presupuesto más que generoso, para la reforma de la fachada de la iglesia a su gusto y criterio, fue el más feliz de su vida.

Exultante, lanzó un concurso de ideas para diseñar la nueva portada, al que se presentaron cuatro proyectos y optó, por supuesto, por el más innovador estéticamente. Arturo De la Torre fue el elegido, un aclamado arquitecto organicista amante de las formas bulbosas. Quedaron descartadas así tres arquitectas que presentaron proyectos de apariencia moderna, perfectamente funcionales y mucho más económicos. Sobra decir que ninguna de las tres se había hecho con un nombre a nivel local aún y, además, el cura pensó que se entendería mucho mejor con otro hombre, con quien no tendría ninguna tentación carnal.

Los dibujos de De la Torre mostraban una fachada compuesta por cuatro partes vestibulares bulbosas y simétricas, dos a cada lado de la puerta de entrada circular y, en el centro, una torrecilla en forma de pólipo con capuchón, vencida hacia abajo, como si el peso la hubiera hecho doblarse. En lo alto de la torrecilla había una cruz flechada apuntando hacia abajo y del capuchón colgaba la campana.

Lo que no sospechaba el cura era que el proyecto elegido era un plan perverso con el que el arquitecto, que era ateo, pretendía burlarse de la iglesia. La portada estaba diseñada a propósito para recrear la figura de un alien, con una cabeza que hacía las veces de torre y cuatro patas, entre las cuales entrarían los fieles a misa los domingos. Por esa razón, la piedra había de ser gris, tal como la cultura popular recreaba a los extraterrestres.

De la Torre, que era un hombre muy ocupado, confió el desarrollo del proyecto al cura, convencido de que la confianza ciega de éste en su reputación, llevaría su plan a la realidad a rajatabla. El cura, por tanto, lidió con la contratación de los albañiles, el jefe de obra, la instalación del andamiaje y la búsqueda de los materiales. Fue entonces cuando el cura, al haber gastado una parte tan desproporcionada del presupuesto en el diseño del edificio, no pudo más que optar por los servicios y materiales más económicos a su disposición. Así que no le quedó más remedio que comprar un mármol rosa local, en lugar de la piedra gris de importación que el arquitecto había proyectado. «El rosa es un color femenino, acogedor y dulce» se dijo, «funcionará a la perfección para hacer que los fieles se sientan bienvenidos a la casa de dios».

Fue así como la iglesia del barrio acabó referida en un volumen de arquitectura como la primera iglesia feminista de la historia, por su clara semejanza a un gran clítoris, de esos que aparecen en los manuales de anatomía modernos. Dicen que las mujeres del barrio parecen desde entonces más felices y satisfechas, pues cada vez que suena la campana que cuelga del capuchón de la torre, ellas sienten un cosquilleo de lo más placentero en la entrepierna. Y a decir verdad, ahora la salida de misa de los fieles cada domingo, es lo más parecida a verlos nacer otra vez, puros, inocentes, limpios de todo pecado, atravesando una vagina de vuelta al mundo.

Terrorismo familiar, un bien patrimonial

«No me sale del coño» le había contestado a su padre cuando éste, en total consternación, le ordenó que borrase el tweet. Horas antes, en un alarde de insurrección adolescente, había declamado en la red: «El mejor lugar donde ponerle una bomba al presidente es en la puerta giratoria que le aguarda tras su mandato. Ahí no fallas.»

«No me sale de ahí abajo» le dijo también a su madre, inconscientemente un poco más fina, incapaz de librarse de la doctrina estricta de uniforme delante de ella. Un recuerdo brevísimo e incómodo asomó a la memoria de la madre entonces, cuando cuarenta años atrás le espetó a la suya propia un exabrupto similar delante de las vecinas, tratando de evitar que la obligasen a volver, tras unas vacaciones, al internado de monjas donde vivió hasta los dieciocho.

En un intento de comprender la insubordinación de su hija, el padre anduvo a su vez hurgando en sus propias historias de juventud y, no sin vergüenza, recordó el gancho de izquierda que le lanzó a su progenitor un día, cuando éste sobornó a su enamorada comunista para que abandonase el país. Había nacido zurdo pero la educación familiar disciplinaria consiguió adiestrarle con perseverancia. Si hacía falta –se dijo–, llevaría a su heredera a una clínica mental y la forzaría a abortar sus ideas para hacerla una mujer de bien, hecha y derecha. Tenía grandes planes para ella; al fin y al cabo, su mandato acababa mañana. Al igual que lo hiciera anteriormente su padre, se había sentado en la presidencia del país durante los últimos cuatro años, y esperaba que su hija continuase su labor política un día. Ninguna bomba real o mediática podría evitar que perpetuase un linaje implacable.

Sin duda se equivocaba, pues una bomba de carne abierta y huesos rotos le aguardaba delante de la puerta –giratoria, paradójicamente– de la casa presidencial a la mañana siguiente. Había caído desde la ventana de la habitación de su hija, quien avergonzada por los atropellos políticos de su padre e implacable, saltó con una sonrisa en los labios de madrugada.

Réquiem al gentrificado

Era tan hipster que todo lo que tocaba se convertía irremediablemente en excepcional, una especie de Rey Midas de la extravagancia. Hasta que un día, el exceso de singularidad tiñó toda su vida con un halo corriente y moliente de aburrida normalidad. No pudo soportarlo y murió distraído tomando un selfie de su tragedia.