Crónicas del barrio: una cuestión de color

Se podría decir que el cura del  barrio era un tipo muy moderno. Antes de entrar en el seminario, había estudiado historia del arte y cada tarde se dejaba ver en el café literario, debatiendo con las máximas autoridades locales de la cultura sobre arquitectura deconstructivista, ideas estéticas kantianas o la escuela Bauhaus. Incluso se decía que, en alguna ocasión, había animado a sus fieles a cantar al son de una pieza dodecafonista durante la comunión; lo cual, por supuesto, no acabó muy bien. Así que el día en que se enteró de que la diócesis le concedía un presupuesto más que generoso, para la reforma de la fachada de la iglesia a su gusto y criterio, fue el más feliz de su vida.

Exultante, lanzó un concurso de ideas para diseñar la nueva portada, al que se presentaron cuatro proyectos y optó, por supuesto, por el más innovador estéticamente. Arturo De la Torre fue el elegido, un aclamado arquitecto organicista amante de las formas bulbosas. Quedaron descartadas así tres arquitectas que presentaron proyectos de apariencia moderna, perfectamente funcionales y mucho más económicos. Sobra decir que ninguna de las tres se había hecho con un nombre a nivel local aún y, además, el cura pensó que se entendería mucho mejor con otro hombre, con quien no tendría ninguna tentación carnal.

Los dibujos de De la Torre mostraban una fachada compuesta por cuatro partes vestibulares bulbosas y simétricas, dos a cada lado de la puerta de entrada circular y, en el centro, una torrecilla en forma de pólipo con capuchón, vencida hacia abajo, como si el peso la hubiera hecho doblarse. En lo alto de la torrecilla había una cruz flechada apuntando hacia abajo y del capuchón colgaba la campana.

Lo que no sospechaba el cura era que el proyecto elegido era un plan perverso con el que el arquitecto, que era ateo, pretendía burlarse de la iglesia. La portada estaba diseñada a propósito para recrear la figura de un alien, con una cabeza que hacía las veces de torre y cuatro patas, entre las cuales entrarían los fieles a misa los domingos. Por esa razón, la piedra había de ser gris, tal como la cultura popular recreaba a los extraterrestres.

De la Torre, que era un hombre muy ocupado, confió el desarrollo del proyecto al cura, convencido de que la confianza ciega de éste en su reputación, llevaría su plan a la realidad a rajatabla. El cura, por tanto, lidió con la contratación de los albañiles, el jefe de obra, la instalación del andamiaje y la búsqueda de los materiales. Fue entonces cuando el cura, al haber gastado una parte tan desproporcionada del presupuesto en el diseño del edificio, no pudo más que optar por los servicios y materiales más económicos a su disposición. Así que no le quedó más remedio que comprar un mármol rosa local, en lugar de la piedra gris de importación que el arquitecto había proyectado. «El rosa es un color femenino, acogedor y dulce» se dijo, «funcionará a la perfección para hacer que los fieles se sientan bienvenidos a la casa de dios».

Fue así como la iglesia del barrio acabó referida en un volumen de arquitectura como la primera iglesia feminista de la historia, por su clara semejanza a un gran clítoris, de esos que aparecen en los manuales de anatomía modernos. Dicen que las mujeres del barrio parecen desde entonces más felices y satisfechas, pues cada vez que suena la campana que cuelga del capuchón de la torre, ellas sienten un cosquilleo de lo más placentero en la entrepierna. Y a decir verdad, ahora la salida de misa de los fieles cada domingo, es lo más parecida a verlos nacer otra vez, puros, inocentes, limpios de todo pecado, atravesando una vagina de vuelta al mundo.

Terrorismo familiar, un bien patrimonial

«No me sale del coño» le había contestado a su padre cuando éste, en total consternación, le ordenó que borrase el tweet. Horas antes, en un alarde de insurrección adolescente, había declamado en la red: «El mejor lugar donde ponerle una bomba al presidente es en la puerta giratoria que le aguarda tras su mandato. Ahí no fallas.»

«No me sale de ahí abajo» le dijo también a su madre, inconscientemente un poco más fina, incapaz de librarse de la doctrina estricta de uniforme delante de ella. Un recuerdo brevísimo e incómodo asomó a la memoria de la madre entonces, cuando cuarenta años atrás le espetó a la suya propia un exabrupto similar delante de las vecinas, tratando de evitar que la obligasen a volver, tras unas vacaciones, al internado de monjas donde vivió hasta los dieciocho.

En un intento de comprender la insubordinación de su hija, el padre anduvo a su vez hurgando en sus propias historias de juventud y, no sin vergüenza, recordó el gancho de izquierda que le lanzó a su progenitor un día, cuando éste sobornó a su enamorada comunista para que abandonase el país. Había nacido zurdo pero la educación familiar disciplinaria consiguió adiestrarle con perseverancia. Si hacía falta –se dijo–, llevaría a su heredera a una clínica mental y la forzaría a abortar sus ideas para hacerla una mujer de bien, hecha y derecha. Tenía grandes planes para ella; al fin y al cabo, su mandato acababa mañana. Al igual que lo hiciera anteriormente su padre, se había sentado en la presidencia del país durante los últimos cuatro años, y esperaba que su hija continuase su labor política un día. Ninguna bomba real o mediática podría evitar que perpetuase un linaje implacable.

Sin duda se equivocaba, pues una bomba de carne abierta y huesos rotos le aguardaba delante de la puerta –giratoria, paradójicamente– de la casa presidencial a la mañana siguiente. Había caído desde la ventana de la habitación de su hija, quien avergonzada por los atropellos políticos de su padre e implacable, saltó con una sonrisa en los labios de madrugada.

El bicho verde

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Elizabeth Bathory, Csók István, 1895. Dominio público.

Tengo 12 años, pero ya soy una mujer oficialmente –o eso me han dicho–. De hecho lo era ya antes de cumplir los 10, antes incluso de hacer la primera comunión. Entonces, mi madre y mi abuela me llevaron a Madrid a comprarme un vestido y de milagro no encontramos talla. Tuvo que ser la más grande que tenían en la tienda, para albergar un cuerpo que maduraba mucho más rápido que yo misma. Un cuerpo que amenazaba con traerme problemas, anticipados en los desvelos de mi madre, evidentes en las miradas y en los comentarios de algunos hombres. Pechos que salieron de un día para otro, caderas que provocaban estrías al ensanchar veloces, piernas largas y demasiado delgadas pues no podía comer tanto ni tan rápido como crecían mis miembros; hormonas usurpando mi niñez, retando a mi inocencia que además siempre fue excesiva. Y el bicho verde emponzoñando los oídos de las otras niñas, haciéndose hueco estratégicamente sobre sus hombros. Yo no sabía nada entonces, pero mi abuela me decía «la suerte de la fea, la bonita la desea». Y ella, que fue una mujer hermosa, sabía muy bien de lo que hablaba.

Mi mejor amiga me ha convocado a una reunión de estado en su casa esta tarde. Tengo que ir a las 7. Antes no, pues ellas han de deliberar primero. «No vengas antes» insiste muy seria por teléfono, y yo tengo la sensación de ir a enfrentarme a un juicio popular donde se decidirá algo de capital importancia. Acudo sola a la hora indicada, bastante asustada, tratando de recordar ese acto terrible que debo haber cometido para provocar semejante movilización civil, tan calculadamente organizada. Me hacen pasar a la habitación de atrás, a través del patio, donde he pasado infinitas tardes jugando con mi mejor amiga a las muñecas desde los 5 años.  Y allí están todas muy serias, busco miradas cómplices pero todos los ojos están fijos en el suelo, claramente evitando los míos. El juicio comienza.

Al empezar la sesión se declaran los oficiantes: el bicho verde será el fiscal, mi mejor amiga la portavoz y el resto de mis amigas el jurado. Yo soy la acusada en el estrado y nadie me acompaña, no se concede defensa alguna a la imputada. El bicho verde, sentado sobre el hombro de mi mejor amiga, relata los hechos. La acusada es culpable de ser la más atractiva entre sus amigas. A continuación, se enumeran los defectos de todas las presentes sin ahorrar detalles: dos están rellenitas, una tiene aparato en los dientes, otra es demasiado delgada, una es muy baja y parece muy pequeña, y las otras dos… bueno, las otras dos son normales. Como nadie contradice a la portavoz, yo asumo que el jurado está de acuerdo con lo expuesto. Prosigue la descripción de los hechos mientras el bicho verde bailotea obscenamente en el hombro de mi amiga. Los chicos con los que jugamos al futbolín los sábados miran mucho a la acusada y comentan sus virtudes. Nadie las mira a ellas, o eso dice la portavoz, no pueden competir con la acusada, lo cual las hace sentirse desdichadas. Es injusto para ellas.

Hay un claro agravante del delito, la acusada disfruta de las atenciones de los chicos en vez de huir de ellos, quedarse callada o ensalzar a sus amigas para desviar la atención. El bicho verde, histérico, grita «¡Ostracismo!». La portavoz dicta sentencia: «Hemos hablado todas y hemos decidido que no salgas más con nosotras. Has de buscarte otras amigas.»

El destierro duró un par de semanas en las que aprendí a odiar mi cuerpo eficientemente y a vigilar que mis niveles de autoestima se mantuvieran bajos. Por suerte, algunas de las otras niñas saltaron del jurado a la defensa y se me indultaron los delitos. Años más tarde, incluso hoy, he visto al bicho verde brincar de hombro en hombro y boicotear algunos de mis intentos de amistad. No obstante, aprendí a diferenciar su voz venenosa de la de las mujeres y distinguí su existencia autónoma.

El bicho verde no crece por defecto sobre los hombros femeninos, no está en nuestros cromosomas, aunque el refranero popular diga que las mujeres somos celosas y malas por naturaleza. Ese bicho es vástago de fuerzas titánicas y ancestrales que hacen de nuestros cuerpos nichos de mercado y productos competitivos, en ese anuncio de cosméticos, en la comparación casual de la belleza de dos hermanas, en el análisis por partes especificando que «de la rubia me gusta su cara de muñeca, pero el cuerpo de su amiga me vuelve loco», en la bella protagonista de un libro de cuentos estándar, en la constante mención a la belleza femenina y a la ausencia de la misma o en las aparentemente inocuas listas de los mejores culos del instituto, inspiradas por el certamen de miss universo.

Ese monstruo es el boicot patriarcal más efectivo a la alianza entre mujeres que nunca me cansaré de perseguir, pues es esencial en nuestras luchas. Hemos de condenar al bicho verde al ostracismo de una vez por todas, antes de que provoque más destierros, más brechas entre hermanas y más odio a nuestros cuerpos.

Australes y boreales

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«Proyección de Peters» is licensed under CC BY-SA 3.0 by Daniel R. Strebe, 2015.

La penumbra en el cielo confunde a mi cerebro. Le hace creer que mis penas son penas, y que puedo quejarme de todo lo que me plazca. Pero mis penas son verbenas para algunos, son evidencia de mi buena vida, son vergüenza si las canto alto; son ­–mejor­– silencio, si es que queda algo de conciencia en este malcriado cerebro que culpa de su estupidez a la ausencia de sol.

Yo soy del sur, donde las nubes se apartan para que el sol lave nuestras penas, brillante, desde un cielo impoluto; como si las nubes supieran que al sur hay más desdicha que en el norte. Porque los que residen más arriba –no importa en qué paralelo– suelen vivir mejor que sus vecinos meridionales; a expensas de ellos, claro.

Y yo quiero ser del sur en esa ecuación, pues mi buen vivir jalea a mi conciencia constante, como una mosca haciendo espirales en torno al hocico de un cerdo harto de bellotas. «No quiero ser verdugo –declaro con la boca llena–,  no me olvido de que para que yo viva una vida hiperbórea, tienen que vivir peor en otros lugares».

Yo soy del sur, ahora que estoy aquí abajo lo sé. «Ahora soy yo –me digo –, ésta sí que soy yo», con una sonrisa altanera en mi cara enrojecida, porque el norte ha tornado mi piel más enclenque, más septentrional. Y todo el rato, cuando no estoy aquí, la vida sabe más amarga porque añoro mi tierra sureña, su luz, sus verbenas y sus buenas gentes, pragmáticas y dicharacheras.

«Yo soy del sur», declamo. Mi amiga canaria objeta «No, tú eres del norte». Y tristemente admito la derrota ante la relatividad.

Réquiem al gentrificado

Era tan hipster que todo lo que tocaba se convertía irremediablemente en excepcional, una especie de Rey Midas de la extravagancia. Hasta que un día, el exceso de singularidad tiñó toda su vida con un halo corriente y moliente de aburrida normalidad. No pudo soportarlo y murió distraído tomando un selfie de su tragedia.

Los repudiados

Les llamamos refugiados pero no lo son, aunque lo digan los políticos, aunque lo digan los titulares de todos los periódicos, aunque lo diga la RAE. No lo son. Refugiado es quien halla refugio y no quien es expulsado del refugio a palos. Llamémosles mejor «repudiados», hablemos con propiedad. Ahorrémonos eufemismos que se han establecido erróneamente en nuestros diccionarios mentales, que nos confunden y dan por hecho acciones humanitarias que no han tenido lugar. Miremos la realidad de frente, hay un pueblo que agoniza a las puertas de nuestra casa, donde no ha encontrado un refugio, sino más violencia y desamparo.

Reconozcamos abiertamente también que la actitud y las decisiones de la Comisión Europea ante la crisis de los «repudiados», son causa directa de un homicidio masivo que quedará impune, como tantos otros. Esa misma Europa que no para de producir y consumir productos culturales que hablan de injusticias y crímenes pasados, que cuentan las desgracias de otros «repudiados»; denuncias artísticas que a los europeos nos encanta disfrutar al compás de «qué suerte es vivir en Europa donde hay libertad de expresión» y «somos tan civilizados aquí en el norte…». Pero en realidad, los norteños no somos más que borregos cómplices de un crimen fascista contra la humanidad, que está ocurriendo justo ahora y que será el argumento de películas que mañana ganarán premios en Cannes y en Hollywood. Luego las veremos, desolados ante la crueldad del ser humano, y se proyectarán en centros educativos para que los jóvenes aprendan de errores históricos, con la ingenua esperanza de que los crímenes del pasado no vuelvan a repetirse.

«No tenemos sitio ni recursos» dicen los de arriba, y más de uno lo repite convencido. Pero es obvio que tenemos más que de sobra si comparamos nuestras ciudades con las imágenes aéreas que nos llegan desde la fantasmagórica Homs. Es simplemente la ambición de tener más o de no compartir ni un poco de la porción que nos corresponde. Si somos menos, a más cabremos.

Pese a lo sensacionalista que puedan llegar a ser los documentales Zeitgeist, la tercera entrega Moving Forward presentó algunos conceptos tremendamente certeros con respecto a la ambición del ser humano. El discurso argumentaba que la adicción al poder era considerada respetable y a menudo recompensada, a pesar de que sus consecuencias son mucho más devastadoras para la sociedad y el medio ambiente que las provocadas por otras adicciones, que sí son duramente censuradas de manera universal. Sin embargo, aún no he visto ninguna campaña de la OMS que diga: «La ambición es muy adictiva. Ambicione con moderación». Pero claro, en ese caso, la OMS sería la primera en tener que ir a un centro de rehabilitación para adictos al poder.

Ayer, cuando regresaba de una manifestación, una mujer siria que viajaba en el metro sentada a mi lado con su bebé y su marido, me dio las gracias por el modesto apoyo que una chapa en mi solapa expresaba: Refugees Welcome Here. Fue tal el impacto de recibir una gratitud que no merezco –pues todo lo que he hecho por su pueblo desterrado es ir a gritar un rato y comprar unas chapas, nada de lo cual ha salvado ni una sola vida–, que no supe qué decir. Apabullada por una vergüenza inmensa de ser europea en estos días, lamenté profundamente que esa mujer sintiese que tenía que agradecerme lo que es humanamente debido.

Ya que van a tomar decisiones en nuestro nombre, que van radicalmente en contra de la moral y los valores más básicos, los cuales nos han sido inculcados desde instituciones educativas gobernadas por los mismos que condenan al destierro y a la muerte a los que hoy llaman a nuestra puerta, al menos alcémonos y gritemos fuerte, que se oiga que nos queda algo de humanidad. Afrontemos nuestras responsabilidades ante un pueblo que huye de una violencia que ha sido alimentada por el ansia de poder de nuestros dirigentes.

Say it loud, say it clear, refugees are welcome here!

Justicia histórica

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La sufragista que sabía Jiu-Jitsu, Arthur Wallis Mills, 1910. Dominio público.

El oscuro objeto del deseo se yergue por enésima vez tras otro tropezón. Como tantas veces fue. Como tantas más será.

Sus piernas, resistentes como vigas de acero lo soportan todo, pues poseen un poder superior a la fuerza, la resiliencia. No importa cuántas veces caiga, ni si el camino es infinito y empinado. Qué más da cuántos retrocesos sufra, si cae y si durante siglos, a lo largo y ancho de este mundo, la exhiben como decoración o la custodian en jaulas de cristal por miedo hipócrita a que su belleza suponga un riesgo –un riesgo para quién–.

La grandeza de su existencia y su arrojo reside en el camino pedregoso, casi intransitable en ocasiones, en sus heroicos brincos esquivando socavones, piedras y trampas, saltos que son inmortalizados ya en la historia de la humanidad –solo a veces, aún, por desgracia–. Un pequeño paso para el hombre, infinitésimo, pues nadie nos contará las epopeyas de todas las que fueron ya olvidadas.

Justicia histórica pedimos. Nada más y nada menos que la mitad de todo pedimos.

Yo solo quería jugar

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Collodi – The Story of a Puppet, 1892. Dominio público.

Un sujeto de diez años de edad ha sido detenido esta mañana por rezar el padrenuestro de atrás a adelante en un centro educativo. El presunto blasfemo, que según las autoridades responde a las iniciales I.R.A., permanecerá en prisión preventiva hasta que pase a disposición judicial, para así evitar una posible ola de rezos del revés entre el alumnado. Los agentes del orden han actuado con rotundidad, de acuerdo con la recientemente aprobada Ley de Seguridad Infantil, después de que una alumna de cuarto de primaria, con iniciales E.T.A., realizase un dibujo del presidente decapitado. El gobierno no descarta implementar un sistema de vacunas electroconvulsivas para paliar la creciente plaga de insurrección infantil, surgida tras la quema de marionetas. El presidente ha emitido un mensaje tranquilizador por plasma este mediodía: «La situación está bajo control».

Queridos Reyes Magos

Os escribo a petición de mi psiquiatra porque dice que esta carta me ayudará a descubrir mis anhelos. Después de tantos años velando por satisfacer lo que mis hijos y mi marido demandaban, dice que he olvidado mis propias apetencias. Como creo que he sido una buena madre y esposa, espero que tengáis a bien satisfacer mi deseo. Solo tengo uno: deseo saber qué quiero para poder decírselo a la psiquiatra.

Feliz Año Nuevo.

Manoli

Viejas falacias lógicas

–La amistad entre los hombres y las mujeres es imposible.

–¿Ya estamos otra vez?

–Cuando un hombre se acerca a una mujer siempre busca algo más que amistad. Quiero decir que finge ser su amigo con el propósito de acostarse con ella a la más mínima que se tercie.

–¿Ah sí?

–¡Pues claro! Y las mujeres sois todas unas inocentes. Siempre os lo tragáis todo.

–Siempre nos lo tragamos todo, sí… ¡Ya os gustaría! Como las frescas esas que salen en los vídeos que ves con el Gervasio en el interné…

Hacía más de sesenta años que Marga y Manolo se acostaron por primera y única vez. El sexo no se les dio bien, pero siempre se deleitaron en contradecirse mutuamente. Solo la muerte pudo separarlos.